
No hay peor derrota que la que uno se infringe a sí mismo, la de darse por vencido a la primera dificultad o tropezón, la de convencernos de nuestra ¿imposibilidad? de ser diferentes.
Como en tantos tangos, los argentinos nos hemos acostumbrado a creernos los peores del mundo casi en los mismos niveles en los que nos creemos los mejores en otros aspectos.
Y nunca miramos la película completa, nos salteamos capítulos, y hacemos conclusiones con pretensiones filosóficas y que no admiten discusiones.
Si este domingo la Selección de Fútbol de Argentina se consagra campeona del mundo, nos ganará el exitismo y saldremos a enumerar todas y cada una de las cualidades que nos llevaron al triunfo.
Pero si perdemos, ¡ay si perdemos!, no habrá consuelo y nos habrá ganado el derrotismo histórico que nos impide disfrutar de ser segundos, de haber competido entre decenas de países y haber quedado entre los dos mejores.



Lo mejor sería aprender de las lecciones que esta Selección nos enseñó desde mucho antes del mundial.
En primer lugar, a no adelantar juicios. No sé dónde se esconderán todos los que hablaron pestes del entrenador Scaloni. Les enseñó que era lo que la Selección necesitaba en ese preciso momento, aunque no tuviese pergaminos ni antecedentes, ni medallas.
También aprendimos que el mejor del mundo, Messi, es más argentino que el asado y que sufre y goza tanto o más que cada uno de nosotros. Y siendo el mejor del mundo, elige también ser uno de los nuestros. ¡Andá p’allá, Bobo!.
El plantel nos enseñó que puede sobreponerse a la derrota, que puede hacer oídos sordos a las críticas despiadadas de los que nunca en su vida hicieron nada, y que son más que un equipo, son como una fraternidad puesta al servicio del botín de oro y que cada uno ingresa o sale según la necesidad del momento del equipo, casi sin egos personales ni vanidades absurdas.
Nos enseñaron, además, que se puede luchar por un objetivo y que esa lucha implica sacrificios, entrega, y disciplina, cualidades que pudieron demostrar desde hace bastante tiempo.
Estamos a tiempo de decirles ¡Muchas gracias, muchachos!. Salgan a jugar sabiendo que no nos deben nada, que sabemos que lo dieron todo, y que estamos orgullosos de lo que han hecho dentro y fuera de la cancha. Ojalá que sigan así durante muchísimos años más.