Una estadística dolorosa
Haber pasado la cifra de 100 mil fallecidos en Argentina por Covid-19 nos desnudó frente a una incomprensible pandemia.

Tenían un nombre y una historia, estaban indisolublemente unidos a una comunidad en algún lugar del vasto territorio nacional, y nos dieron motivo para el enojo y para la sorpresa.
Hubo quienes se fueron en medio de la incógnita ¿cómo se contagiaron si se cuidaban mucho y casi no salían de sus hogares? Otros se fueron en medio del asombro porque no tenían enfermedades de base, eran jóvenes y sanos, y no pudieron doblegar a un virus del que pareciera que cada vez sabemos menos.
En conglomerados urbanos medianos, como el nuestro, se multiplican las posibilidades de saber quiénes eran, qué hacían, y qué vacío dejan en sus más cercanos.
Esas 100 mil muertes pueden interpretarse desde nuestro fracaso como país por no haber logrado inmunizarnos antes, pero también de nuestro fracaso como comunidad en relación al respeto por los confinamientos y a las prohibiciones vigentes.

Un abrumador porcentaje de contagios provino de las fiestas clandestinas, pero no han sido las únicas ni las más importantes fuentes de contagio.
Tendremos que hacernos cargo de haber estado en reuniones sociales no permitidas, especialmente las familiares. De habernos relajado en esos encuentros, de haber bajado la guardia en relación a las medidas de cuidado.
Duele la estadística fría, la que nos dice que nuestro país se encuentra en el número 13 en el ranking de países con más fallecidos en relación a su cantidad de habitantes.
Y duele saber que a esa estadística que nos pone entre los peores del mundo la alimentamos entre las decisiones incorrectas de la clase política y entre nuestras propias decisiones incorrectas para poner freno a los contagios.