Síganme, no los voy a defraudar
Camuflado tras la torva estampa de caudillo provincial, Carlos Menem fue el primero de los presidentes que traicionó a propios y ajenos para sumar poder.

Una innovación del siglo XXI en relación a la escuela clásica de comunicación fue acuñar el término “periodismo militante”, como una forma de blanquear que se ejerce en función de las simpatías políticas.
El editor de esta publicación navegó siempre sus simpatías entre la centroizquierda y la centroderecha, es decir, lejos de cualquier extremo, excepto respecto de Carlos Saúl Menem. En ese caso, le cabe el título sin ambigüedades de antimenemista.
Menem representaba todo lo que estaba mal con un político. No respetaba la ideología de su propio partido y con tal de ganar era capaz de tejer alianzas imposibles.
No cumplía ninguna de sus promesas y reconocía que no hubiese ganado las elecciones si decía la verdad. Es decir, se reconocía a sí mismo como un mentiroso.

Forzó la reforma de una constitución que había resistido un siglo para tener una reelección y hasta intentó -sin éxito- perpetuarse en el poder, tras diez años de un gobierno que tuvo a la corrupción metida en cada rincón del Estado.
Malvendió las empresas estatales, nos hizo creer que nuestra moneda podía valer exactamente lo mismo que el dólar, traicionó a países aliados como Perú con la venta de armas a Ecuador, hizo volar la fábrica militar de Río Tercero para esconder otros chanchullos.
No dudo en deshacerse de todo aquel que se atreviese a cuestionar su liderazgo o sus decisiones. Jamás de los jamaces fue capaz de una autocrítica.
Estaba feliz con ser un personaje de la farándula, codearse con famosos nuestros y del exterior, andar en autos lujosos, tener romances con modelos y actrices. Su muerte no lo mejora ni un poco. Habrá que ver qué dirá la historia sobre él.