
Lo malo de habituarse a alguna situación es que quedamos de rehén de ella y empezamos a olvidar por qué fue que caímos en ella.
Y es tan finita la diferencia entre hábito y vicio que, en algunos casos, podríamos equipararlos, nombrarlos indistintamente.
Porque pareciera que se ha convertido en un “vicio” o en un “hábito” que los ciclos lectivos en Argentina nunca comiencen en la fecha en que son programados.
Y siempre la razón es la misma: conflicto docente. Con distintos matices, pero conflicto docente. Magros salarios y condiciones edilicias deplorables son las que más se repiten entre las causas para la protesta.
Y no es que no tengan razón en protestar o que sean injustificados o desproporcionados sus reclamos, pero llama la atención que recién se conozca el disgusto cuando tienen que comenzar las clases.
En este círculo vicioso en que se ha convertido el sistema educativo, generaciones enteras salen perdiendo.



Ya no importa si se programan 180, 200, o 250 días de clases y si cada jornada tiene 4, 5, o 6 horas.
El problema más grande tiene que ver con que la escuela se ha convertido en el depósito de un montón de expectativas que serán indefectiblemente defraudadas.
Y no es culpa de los docentes, al menos no de la mayoría de ellos, sino de un Estado que no se viene tomando la Educación en serio y para el momento histórico en que vivimos.
Muchos de los jóvenes que hoy tienen entre 20 y 25 años recibieron una computadora portátil cuando ingresaron al secundario.
Pero no era la “compu” la que los iba a depositar en el siglo XXI sino la calidad de los contenidos que tenían que recibir o que tenían que aprender a buscar.
Hace desde la reforma educativa de la década de 1990 que se viene hablando de que la Educación está en crisis.
Crisis también implica oportunidad, aunque en Argentina parecemos campeones mundiales en desperdiciarla.
Y crisis también implica cambio. Ya no sirve quedarnos a quejarnos amargamente por lo que podríamos haber sido. Hay que poner el foco en lo que podemos ser y apuntar hacia allá.