

En noviembre de 2021, centenares de publicaciones daban cuenta de la ausencia casi absoluta de casos activos de Covid-19 y parecía respirarse un aire esperanzador de fin de ciclo.
Como si lo tuviésemos entre las cuerdas al “bicho” (como muchos prefieren llamarle) y su retroceso fuese inminente y definitivo.
Pero resulta que no. El coronavirus estaba tomando impulso para arrasar con cualquier certidumbre que tuviésemos y demostrarnos que seguimos siendo aprendices.
El problema mayor fue bajar la guardia y relajar las medidas de autocuidado. Muchos comenzaron a menospreciar el uso de barbijo, a no respetar las distancias, a compartir vajilla y mate, cuestiones que frente a variantes más contagiosas nos puso en indefensión total.


Y cuando parecía que habíamos avanzado 20 casilleros, retrocedimos 25, y las estadísticas se nos dispararon hasta la estratósfera.
Además de las incontables vidas que ya se llevó el coronavirus, seguimos aprendiendo sobre sus secuelas (hay más de 200 nomencladas y sigue la lista), y seguimos con un segmento de la población totalmente aterrorizado por el temor al contagio.
Está claro que el terror paraliza y que en estado de parálisis es imposible pensar en forma razonable.
Después de que en diciembre se dispararan los nuevos casos de Covid, la decisión de la ciudad de avanzar en la concreción de un evento masivo y de alcance nacional como el Festival de Doma, no ha hecho más que abrir nuevas grietas.
Un River-Boca entre los que avalan, aprueban y están felices de que el festival se haya hecho, y los que sostienen que por el contexto es un absoluto despropósito. El tiempo dirá si cada parte tenía algo de razón.