Cuando éramos niños, nuestros mayores nos repetían con mucha frecuencia la fábula del pastorcito mentiroso. Nos incitaban con ese ejemplo a darle valor a la verdad siempre para resultarles “confiables” a nuestros congéneres.
Por el contrario, nos revelaba la fábula que aquellos que decían muchas mentiras reiteradas le daban lugar al descrédito, a la pérdida total de confianza.
Y cuando uno analiza serenamente el quiebre casi total de confianza que existe entre la clase dirigente y la clase dirigida no puede menos que volver a traer a la memoria aquella fábula y formular preguntas.
¿Por que una cantidad abrumadoras de ciudadanos no cree en la clase política? ¿Será la sucesión de promesas no cumplidas, la sucesión de mentiras o de verdades a medias o de omisiones groseras a la hora de dirigirse a la comunidad?
Porque más allá de la intermediación -a veces nociva- de medios de comunicación o de manipulaciones arteras en redes sociales, no menos cierto es que muchas estadísticas oficiales refieren los incumplimientos de promesas.
No hace falta que nadie nos diga de que gran parte de nuestros conciudadanos vienen empobreciendo. Y la pobreza vista no sólo respecto de las carencias materiales, sino de las carencias formativas, argumentales, propositivas, transformadoras.
Gran parte de la sociedad arde de indignación por los pastorcillos mentirosos de la política, pero ¡no hace nada para sacarlo de ese incómodo lugar!.
Y entre la desconfianza y la resignación se nos van esfumando las esperanzas, las expectativas, y las ilusiones de acercarnos al país que podríamos ser si despertásemos del letargo.
El futuro diferente lo vamos a hacer con ideas, no con nombres. Y la confianza se restablecerá con cumplimientos y verdades, no con declaraciones.