

A muchos se les hace un nudo en la garganta de sólo pensar que, por segundo año consecutivo, la celebración del Día del Padre estará enmarcada por una pandemia y por un pico altísimo de casos de Covid-19.
Es la espada de Damocles que pende sobre la integridad de nuestros padres, el temor fundado de que el “bicho” los alcance y que no tengamos pronóstico cierto de victoria, el anhelo intenso de estar junto a ellos, sabiendo que el contexto sanitario es de los peores.
Al editor de esta publicación le viene doliendo la distancia que ha impuesto el coronavirus. Esa imposibilidad del roce, el abrazo mezquino y cortito, la distancia obligatoria que han impuestos los decretos y los DNU.


Y pido permiso a mis lectores para expresar en primera persona lo que me duele esta distancia.
Viejo querido: he seguido tus pasos con menos éxito que el que hubiese querido. Mirándome en tu espejo, traté de ser íntegro, honesto, comprometido con mi comunidad y sus instituciones, busqué servir y no servirme. Sólo fui dueño de esos esfuerzos, no estoy seguro del resultado.
Gané enemigos por defender la verdad y a los más débiles. Al igual que vos, no me arrepiento de eso.
No sé qué dirán tus amigos sobre vos, yo digo que para mí fuiste un amigo de fierro, te he confiado mis secretos más profundos, mis temores reverenciales, mis alegrías más excelsas.
Y aunque conozco todos tus defectos, los consiento como hiciste con todos los míos. Quisiera haber tenido tu paciencia, quisiera haberles podido dar a mis hijos las alas que vos me diste. Ojalá esté a tiempo.
No me siento en deuda, me siento a mano. Gracias por el privilegio de tu existencia en la mía. No imaginás todo lo que te quiero. Hasta el próximo encuentro. ¡Feliz día!