

A veces es necesario introducir una figura absurda para lograr que el otro reaccione. Exagerar en una propuesta -incluso impracticable- para motivar a la reflexión.
En estos días, no es nada raro escuchar que tal o cual joven y hasta que tal o cual no tan joven decide emigrar de Argentina cansado o cansada de pelearla infructuosamente en un país donde los políticos no demuestran estar a la altura de las circunstancias.
Es como un destierro voluntario, autoinfligido. El equivalente a decir ‘como nada cambia, cambio yo y me voy’.
El problema es que estamos dejando ir a un montón de buena gente, de buena madera, y con muchas ganas de trabajar sin desangrarse por hacerlo.
¿Es justo que se vayan? La respuesta unánime es que no.


Y en medio de la bronca y el desconcierto no son pocos los que piensan que, en realidad, tendrían que irse aquellos que no cumplen el rol para el que fueron elegidos.
Como en la antigua Grecia cuando Clístenes impuso la Ley del Ostracismo en el año 487 A.C como protesta contra cierto tirano.
Dicha ley estuvo en vigencia apenas 70 años y durante ese tiempo fueron condenados al ostracismo al menos cinco dirigentes políticos.
Mediante una votación pública, los ciudadanos elegían a quienes desterrar por el término de diez años. Tenían que irse del pueblo, abandonar la convivencia con sus conciudadanos.
Era un mecanismo de autodefensa popular, un simple voto de confianza política: no constituía una pena judicial, ni un condena penal.
Cuánta falta hace en estos críticos momentos contar con algún mecanismo parecido al del destierro para todos aquellos que por su mal gobierno, mal desempeño, o mala conducta están produciendo esta fuga en masa de tanta gente buena.