

Una de las diferencias mayores entre los nacidos en el siglo 20 y el 21, afortunadamente, se relaciona con una mayor conciencia sobre el estado de nuestro planeta y la necesidad de cuidarlo.
A los niños de hoy les sale natural no arrojar residuos en lugares inadecuados y corrigen todo el tiempo a los mayores cuando se les escapa “tirar” la basura en cualquier lado.
En general, tienen mejor conducta cuando salen a la naturaleza y saben con mucho detalle qué beneficios reportan cuidar el agua, el aire, y el suelo.
Quizás los del siglo pasado pensábamos en que la capacidad del planeta para recibir nuestra porquería era inagotable y nos hemos dado cuenta tarde de que no es así.
Hay que romper con un molde que no nos hizo más cuidadosos y tiene que haber un esfuerzo consciente para cambiar conductas.


Después de todo, cualquier esfuerzo individual suma y la suma de todos los esfuerzos individuales es vital para el objetivo de ir saneando lo que hemos arruinado.
Enterrando inadecuadamente residuos contaminamos napas de agua -la misma agua que después intentamos que sea apta para consumo humano- y hemos logrado que mucho suelo se empobrezca y desertifique.
El planeta es nuestra casa, pero no sólo de los que vivimos en este tiempo, sino que es también de los que vienen.
Y por eso tenemos que comportarnos como firmantes de un contrato de tenencia “precaria” del planeta. Tenemos que devolverlo al menos igual a cómo lo recibimos.
El desafío más grande, en realidad, es devolverlo mejor que lo que lo recibimos. Más verde, con aguas más limpias, con suelos fértiles y plagados de árboles de todo tipo.
Ojalá que vuelvan los pájaros, y los bosques, y los animales a los que hemos desplazado lejos.