

La razonable desconfianza en las instituciones públicas viene extendiendo en la población diversas creencias en teorías conspirativas.
Acabamos de verlo en torno al Covid-19 contra el que, pese a la evidencia científica sobre sus efectos y secuelas, muchos siguen sosteniendo que se trata de un plan malévolo de control universal.
El problema de los conspiranoicos es que acomodan el discurso ante las nuevas informaciones, sin importar cuán disparatadas suenen o cuánta veracidad encierran.
Es más fácil defenderse, incluso, si lo que nos pasa podemos atribuírselo a alguna fuerza malévola, a alguna logia misteriosa, a alguna comunidad internacional que hace lo posible por amargarte la vida en lugar de suprimirte, lisa y llanamente.
Si alguien fuese un estorbo para la “paz mundial” ¿no sería mejor enviarle un drone? como hicieron recientemente con el dos al mando de Al Qaeda.
¿O un francotirador con un arma sofisticada? ¿O un pequeño misil teledirigido? ¿Es que una fuerza de complot universal no puede apelar a la supresión sin dejar rastro o sin atribuirse el atentado?


Y el otro problema de los conspiranoicos es que suelen convencer, velozmente, a otros que también se convierten en conspiranoicos y duplican la idiotez en cuestión de segundos.
Esta semana, a propósito de un proceso judicial inédito en contra de un exprimer mandatario de Argentina, las teorías conspiranoicas salieron a flote y el disparate ganó centímetros de diarios y minutos de portales y de redes sociales.
Si logran instalar la “teoría”, el resultado del juicio será rebatido y negado hasta el cansancio. Lo grave, en ese caso, será dejar al rol de la Justicia en duda, justo en un país donde la crisis de las instituciones justifica la falta de credibilidad.