

Cambiamos de almanaque, pero poco parece haber cambiado realmente. Es que el mundo no ha logrado sortear la crisis que impuso el coronavirus y su combate no ha mejorado. Mucho menos los pronósticos.
Entre los científicos especulan que alrededor del 70% de la población mundial es improbable que acceda a la vacunación antes de fin de año o, incluso, que no podrá hacerlo hasta el año que viene.
En Europa, no solamente volvieron los contagios de a miles y las muertes de a miles, sino que los gobiernos ensayan nuevas medidas de aislamiento, restricciones, y de rearmado del aparato sanitario.
Ya nadie sigue con tanta atención la lista de contagiados diarios, pero los reportes en muchos países latinoamericanos han vuelto a preocupar, mientras la dirigencia discute si se trata de un “rebrote” o de la “segunda ola”.
Lo peligroso de este combo son las personas que bajaron la guardia, los que quedaron atrapados entre la espada de la economía y la pared de la salud, a los que el hartazgo del encierro los ha vuelto temerarios.


No solamente se han puesto en riesgo de contagiarse sino de multiplicar ese riesgo a otros afectos, amigos, compañeros de trabajo.
Y tratan de justificar su temeridad con argumentos sobre la corrupción de la clase política (que existe y no se discute), pero que no opaca la otra realidad: la de una enfermedad bastante desconocida y que, en muchos lugares del mundo, hizo estragos.
La verdad es que la solución a la pandemia del coronavirus está bastante lejos -mucho más que lo que quisiéramos- y que en el mientras tanto vamos a tener que seguir conviviendo con reglas autoimpuestas. Dependerá de las decisiones individuales que todos la superemos.