

Por: Micaela Lucero (Periodista de la sección VOS del diario La Voz del Interior)
Casi 30 años, cordobesa nacida y criada. Hasta el 5 de enero de 2022, el Festival de Jesús María para mí significaba poco más que ruido, calor, y maltrato a los animales.
También sabía que el Festival tenía un propósito solidario y que se recaudaban fondos para las escuelas, pero ni eso ni nada me había convencido nunca de hacer lo mejor que pude hacer este año: acercarme al Festival, charlar con él, abrirme a conocerlo y dejar que me conozca.
Un día de diciembre, mi editora me dijo que este verano me iba a tocar ir a cubrir Jesús María. Consciente de mi desconocimiento de la ciudad, del evento, de la música y de la jineteada, el trabajo empezó antes, al sentarme a leer sobre el Festival, al charlar con mis compañeros ya expertos.
“Es agotador”, me confirmaron. Pero hay más. “Bienvenida a esta locura hermosa”, me dijo un colega que ya lo había cubierto un par de veces.
Con ganas, expectante y nerviosa, la noche antes me desvelé. Jueves 6, siesta, sueño y calor, pero no tanto como el que vendría.
Llegué a Jesús María cargada de adrenalina y confusión, dispuesta pero no lista a enfrentarme al titán que es el Festival: las calles valladas, la marea de gente, la parte artística, la ropa típica, los puestos, la gastronomía, la organización, cultura argentina, de campo, gaucha.


Necesario despojo
En mis primeros minutos, entendí algo de lo que no fui consciente hasta después: ante tanto desconocido, ante tanto que no entendía, no podía aferrarme a ideas preconcebidas, a ningún atisbo de saber algo que los demás no.
Pocas veces he sentido de tal forma la dicha de estar totalmente desubicada en un espacio y necesitada de orientarme para poder trabajar. La dicha de decir: “No sé nada”. Así, en menos de un par de horas, Jesús María me sacudió.
No estaba sola, por suerte: mi compañero Claudio Minoldo me guió con paciencia y generosidad. Me explicó las veces que hicieran falta aquello que no entendía, un camino para ir a algún lugar o nombres que no retenía.
Me ayudó a conseguir notas y me guió por el anfiteatro. Me dio por primera vez argumentos sobre la jineteada en los que no había pensado nunca, y si bien mi estar en contra no cambia, ahora puedo verlo con otros ojos, con ganas de dialogar y conocer antes que de juzgar y enojarme.


Momento del disfrute
Pasada la primera bomba de emociones, sensaciones, nervios y preocupaciones, entre la primera madrugada y la segunda jornada, empecé a disfrutar.
Creo que concretamente lo hice con el show de Raly Barrionuevo la primera noche, viendo un show de tanta calidad y la gente alrededor que bailaba hasta los silencios. Una amiga, de viaje por el sur, me pidió que lo disfrutara, porque era uno de sus artistas preferidos. Eso hice.
En medio del trabajo (que de por sí me gusta hacer) y el cansancio que rápidamente empezó a asomar, concentré mis cinco sentidos en eso, en disfrutar, absorber, aprender pero no solo por necesidad sino por curiosidad y respeto.
La comida, aunque la conociera. La música, de la que no soy fan, pero que nunca me había disgustado. De ver artistas variados y plantados en los escenarios, de ser espectadora de números que nunca había tenido oportunidad de ver en vivo y que ahora podía observar en primera fila.
De admirar a los bailarines planificados y los espontáneos, sus ropas y su naturalidad. De tener ganas de comprarme todo en los puestos. De charlar con desconocidos que, con vidas más o menos diferentes a la mía, se abrían amablemente a contarme lo que sentían, vivían y pensaban.
De quedarme un día más. Como dije, aún si la jineteada no me convence, aún si me sentí abrumada por momentos y quizás no sea un ámbito en el que alguna vez me sentiré nativa, Jesús María me gustó. Me conquistó un poco.


Despedida con nostalgia
Me hizo dar ganas de volver, de seguir conociendo, escuchando, de aprenderme las letras de las canciones. Ha sido una preciosa enseñanza más de que las cosas no siempre son como creemos, de que hay más por descubrir, del valor de callarse y escuchar.
Ha sido una experiencia de una argentinidad que no conocía. De sentimientos que no tenía. En mis últimas horas hasta me di el lujo de sentirme un poco triste por irme: ya tenía un café donde ir a merendar, conocía a los guardias adentro del anfiteatro y hasta saludaba a uno o dos puesteros.
No puedo explicarlo, pero siento que hay algo que encontré ahí que buscaba hace años, y que voy a tardar un tiempo más en procesarlo. Quizás termine de entenderlo el próximo enero, cuando llegue el momento de regresar.