
Los científicos más brillantes del planeta trabajan desde hace meses para conseguir una vacuna que son aleje de este mal sueño que se viene llamando coronavirus y no parecen dar con la tecla.
Los países más avanzados probaron todas las recetas posibles para frenar el virus y casi ninguna parece haber dado resultado.
Donde prosperó la economía, se saturó el sistema de salud y la mortalidad y viceversa: donde se priorizó solamente la salud, se destruyó la economía y ¡también la salud!.
Al igual que en una guerra, lo inquietante de esta pandemia es que tuvo fecha de inicio, pero nadie puede aventurar cuándo se va a terminar ni cuántas van a ser las bajas.
Nadie se anima a decir quiénes serán los ganadores o perdedores, aunque está claro que para Latinoamérica las consecuencias van a ser más gravosas que para otros países desarrollados.
En Argentina, el cansancio, el mensaje erróneo emitido desde el gobierno, y la sensación de que nada de lo que hicimos sirvió para frenar el avance de la enfermedad, contribuyen a un preocupante marco para que continúe la dispersión.
Los incrédulos -los que creen que no hay tal virus y que todo es una invención del gobierno-se someten a innecesarias formas de contagio por no cumplir con la sencilla regla Di-Ba-La (Distancia, Barbijo, Lavado de manos).
Los temerosos no ven la hora de contar con una vacuna o un tratamiento que le ponga fin a tanta angustia y sueñan con que en enero todo haya terminado y podamos remojar los pies en Santa Teresita, en la costa argentina.
Ha llegado la hora de abrazarse a la convivencia con el virus, en pensar que no se termina hasta que se termina, y que nuestra responsabilidad individual hara muchísimo más que cualquier orden o receta.