
Por: Juan Manuel García Escalada (Docente, Psicólogo Social, Sexólogo Social)
Recuerdo mi primera comida en un restaurante, sólo y a los doce años. Ya estaba estudiando en la ciudad de Córdoba. El colegio: C. A. Cassaffousth. A esa edad, me “desprendí” de mi hogar.
No olvido ese menú. Entrada: Sopa. Luego: Colchón de arvejas. Era pequeño de edad, sentado en solitario en una mesa y el resto de los comensales eran trabajadores y estudiantes. Lugar de la comida: Barrio Clínicas. Corría mitad de la década de 1960. Córdoba y su pujante desarrollo industrial. Político y Social.
Una sociedad de sueños y deseos del “American way of life”. Una clase media que soñaba y tenía oportunidades y que le esperaba el primer mazazo de la realidad con el famoso “Rodrigazo”, a mediados del ‘70. El primer peldaño de una caída que se fue acentuando cuando en las villas miseria argentinas, habían colocado un letrero: “Bienvenida Clase Media”.



Y a partir de esa edad mía, me acostumbré a comer en lugares distintos a los que se habitúa en una familia, juntos y a la mesa.
Tan extraño fue que, después de muchos años cuando quedé ya en un lugar definitivo, las costumbres hogareñas me solían ser extrañas.
Ejemplo de ello: El rallado del queso (rallador y queso fresco) sobre un plato de fideos. Estaba acostumbrado a comer en bares, restaurantes, o al paso, que no había me dado cuenta sino hasta ese presente. Son los instantes de prácticas sencillas donde se develan “misterios” que conforman el sentido del placer de vivir lo cotidiano.



Aprendizajes
Y como decía una alumna de un colegio secundario, cuando en una pequeña entrevista en el Canal 10 de Córdoba, le preguntaron qué pensaba del año que (supuestamente) se perdía, respondió que para ella no era una pérdida. Este tiempo le había permitido aprender y crecer mucho más de lo que se imaginaba.
Al menos en mi caso, este tiempo con más momentos del hogar aprendí lo que nuestro liberalismo actual, y su sociedad tecnológica-virtual exacerbada en su consumo, desmerecen el valor (y es lo más trascendente) de lo cotidiano y sus secretos del vivir y el aprendizaje desde lo pequeño-particular a lo social-universal y recuperar el elogio de la Lentitud, que a contramano de lo que se supone, ésta representa: Hacer con conciencia.
Experiencias que frente al otre, como espejo, te plantea las miradas que circulan desde sensaciones que surgen de modo intempestivo e inconsciente y que el otre no puede ni debe adivinarte en tus propias instancias del vivir; donde el monólogo personal existe como paso previo hacia un aprendizaje del diálogo y sus pasos en él, para poder comunicarte. Es lo que planteaba, también, mi amiga Samay, cuando ella supo compartir más tiempo de Hogar.



Conexión vital
El presente es estar Conectados. Creo que esa soledad tan colectiva que instala la tecno-ciencia actual (al no darle su justa ubicuidad) y que creemos construir verdaderas conexiones emocionales, olvidamos que dejamos realmente de crear Comunicación auténtica y en esa soledad inconsciente devienen miedos y fatigas psíquicas y conductas que se externalizan, a veces incomprensibles.
Necesitamos del otre para sobrevivir, en una sociedad de individualismo y de cristalería fragmentada, no podemos saber más sino nos “detenemos”.
En su libro La vida Plena el escritor Sergio Sinay (1947) habla sobre la esperanza. ¿Hemos perdido ciertas esperanzas ante la incertidumbre que fue siempre el vivir? Este presente se ha encargado de mostrarnos que si no construimos esperanzas, que necesitan de sueños, pero no se igualan, (da el ejemplo de Noé y su Arca, pudieron sobrevivir cuando todas las especies comprendieron que en la unión y en las diversidades se puede construir futuro porque tenían la esperanza de convivir en armonía con el todo que nos Rodea: la Naturaleza Madre).



Hemos creído superarla. Confundiendo nuestra evolución, en esa vulgar competencia que se construyó en la alquimia del triunfador-ganador. Pequeños ególatras.
¿Nos animaremos a proyectarnos? Ésa es la esperanza. No nos asegura el porvenir de nuestras vidas, pero sin ella tampoco crecemos. Sinay nombre metafóricamente, poéticamente, a la escritora norteamericana Emily Dickinson (1830-1886) “La esperanza es esa cosa alada que se posa sobre el alma”.
Esperanza que necesita lentificar el tiempo presente lleno de velocidades. Ella necesita de aquietarnos para sentir y pensar y proyectar. El escritor checo Milan Kundera (1929) en un libro de él, La Lentitud, nombrado en La revolución de la Viejas de Gabriela Cerruti (1965) dice: “…en la matemática existencial… el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”.
“Tempus fugit” es que (el tiempo fuga veloz) y aunque como un oxímoron, la memoria debe guardar olvidos de estos tiempos para poder construir con la esperanza (que es hacedora) un mundo más equitativo.