
Hace años que se viene hablando de la crisis en la educación como si se tratase de un momento del que saldremos fortalecidos y con nuevas ideas para cambiar lo que no sirve y añadir lo que se necesita.
Muchos se preguntan cuál es el sentido de seguir confiando en las escuelas como instancias formadoras de las infancias y juventudes.
¿Salen de allí mejores ciudadanos? ¿Salen de allí con espíritu crítico? ¿Salen de allí con un núcleo básico de conocimientos que les permita enfrentar una etapa de educación superior o laboral? ¿Tienen ellos y ellas consciencia de lo que representó su paso por la escuela?
A primera vista, la respuesta sería un no rotundo, pero sería injusto cargar todo contra el sistema educativo formal. En realidad, es más fácil culpar a la escuela de todo y absolvernos como familias de nuestras obligaciones.



La escuela, como la vida misma, enseña más cuando muestra que cuando dice. Y así como hay docentes que engrosarán las filas del olvido, habrá otros que se ganaron el reconocimiento imborrable.
Sólo baste una conversación en el seno del hogar para saber qué “profe” valió la pena. Y la respuesta no se da en el que mayor conocimiento académico demostró sino en el que mayor compromiso humano puso en cada hora cátedra.
Recientemente, se supo que Argentina registró la peor nota de su historia en la evaluación de desempeño educativo de la Unesco “Erce-2019”. Allí, obtuvo el “menor puntaje” del promedio regional.
La desinversión estatal en educación aparece como el principal motivo de este retroceso: docentes mal pagos, escasa inversión en TIC’s, y planes de estudio anticuados, parte de un combo que contribuye y explica este mal momento.