Cortados por la misma tijera
La clase política ha logrado el misterioso milagro de obtener descalificación generalizada. Cada vez son menos los que escapan al repudio mayoritario.

Ni bien se reanudaba el último proceso democrático, a fines de 1983, el debate en el Congreso de la Nación contaba con referentes de peso. Podías no estar de acuerdo con sus posturas ideológicas, pero las defendían con énfasis, con argumentos, y hasta con cierto intelecto.
Había convicción, vocación, y militancia. La mayoría de los partidos trataba de encabezar sus listas con sus mejores hombres (el momento de la mujer no había llegado en los ‘80’s).
Y había mucho por legislar en un país en el que los gobiernos militares habían desdibujado todo.
Ojo que no hay en estas apreciaciones ningún ánimo por ensalzar un tiempo que ya no volverá ni convertir en héroe a la clase política de ese momento.
La sensación es que cambiaron las motivaciones, especialmente las que tienen que ver con mejorarle la calidad de vida a los ciudadanos, y muchos políticos convirtieron la política en una carrera para el beneficio propio y de su entorno.

Nadie se escandaliza ya por la constancia del nepotismo ni por el amiguismo o por el reparto indiscriminado de fondos públicos.
El debate fue reemplazado por tuitazos o posteos de redes sociales en los que cancherear al otro tiene más rating que contraponer ideas.
Y nadie resiste un archivo: la contradicción ha pasado a ser una constante que se justifica en que todos tenemos derecho a cambiar, incluso de partido, de credo, de ideología, o de cualquier cosa que sea necesaria para subsistir.
Nadie sabe a esta altura qué tendrá que pasar para que algo cambie porque manda la lógica del “gatopardo” de Lampedusa: en Argentina venimos votando cambio tras cambio para que nada cambie.