

El Covid-19 dejó de ser la “gripecita” para pasar a ser la preocupación constante de la enor-me mayoría en todo el planeta. No se discute ya lo contagioso que es ni lo letal que resulta para determinados segmentos de la población.
Nos ha modificado hábitos, costumbres, formas de expresarnos y comportarnos y nos mantiene atentos y expectantes.
Y aunque todos tuvimos que hacer esfuerzos para enfrentar esta inédita pandemia con el sars-cov-2, hubo algunos cuyos sacrificios fueron infinitamente mayores.
A esta altura nadie duda del valioso aporte que hicieron médicos, enfermeros y, en general, el personal de salud. No escatimaron tiempo, ganas, ni compromiso durante esta larga lucha.
Por eso, llamó la atención que el presidente Alberto Fernández refiriera que vivimos un “relajamiento” del sistema de salud. Después, tras las críticas, retiró los dichos y trató de explicar que había sido malinterpretado, pero ya había clavado un aguijón en el delicado ánimo de los que enfrentaron todo desde la primera trinchera.


Tampoco fueron mezquinos los educadores que tuvieron que adaptarse, al menos en Argentina, a contextos de falta de recursos, de conectividad, de dispositivos, y de soporte telemático.
La mayoría de ellos excedió largamente la media de 30 horas semanales para poder atender los requerimientos de sus alumnos en la virtualidad, fuera de hora, y hasta los fines de semana.
Y sin escuchar a los que saben, que sugirieron esperar la evolución de los medidores epidemiológicos, el presidente decidió por sí mismo suspender en el AMBA las clases presenciales por dos semanas. Con los esenciales, no, presidente. Y menos en este momento.