
Closeup of family eyes
Motivo frecuente de charla (y queja) entre padres que hoy tienen entre 45 y 55 años: nuestros hijos e hijas no nos entienden y chocamos todo el tiempo.
No se trata solo de que nacieron en un mundo más diverso, más tolerante (entre ellos, claro está), y más vertiginoso sino que están contrapuestos a las creencias que venían sosteniendo quienes los antecedieron.
¿Institución matrimonio? ¡Olvidate! ¿Institución religión? ¡Qué es eso! ¿Institución trabajo? ¡De ninguna manera!
Rompieron el molde, no se sienten identificados con lo que los antecedió, les resulta imposible pensar en el largo plazo, y no encuentran motivos suficientes para permanecer atados a nada, ni siquiera a la patria.
Son el producto, de todos modos, de nuestra queja y desazón permanente. Nuestro discurso inconforme se les ha ido grabando a fuego y tienen la certeza de que no tenemos salida como nación.
Y a los padres nos cuesta encontrar un discurso que no sólo resulte creíble sino que sea verdadero.
Nos queda, eso sí, la chance de hacerles fuerte la autoestima en el sentido de que no hemos criado hijos e hijas para que no tengan fe en sí mismos.



Nos queda recordarles sus cualidades en el caso de que las tengan dispersas y difusas y de recordarles que un puñado de valores y de conocimientos tienen validez universal.
Por mucho que nos peleemos y por mucho que nos enfrentemos, no vamos a lograr que cambien de parecer ni de proceder ni mucho menos de creer.
Si queremos construir un vínculo más allá de la sangre y del amor que nos profesamos como integrantes de una familia, tendremos que aprender a convivir en nuestras diferencias. Ése es el desafío mayor.
No se trata de tiempos para seguir profundizando distancias sino para encontrar lo que nos une y nos identifica.